A los diez años había acabado sus estudios escolares y podía
recitar de memoria el Corán. Su padre le mandó
aprender filosofía con Abu Abdallah al- Natili, quien le descubrió a
Porfirio, Aristóteles, Euclides y Ptolomeo. Pronto el alumno superó al maestro.
A los dieciséis, sus conocimientos de medicina eran tan completos que fue
llamado a palacio para que auscultara a Nuh ibn Mansur, emir de Bujará, cuyos
médicos no acertaban a diagnosticar el mal que padecía. Ante el asombro de la
corte, Avicena descubrió que el emir bebía en una copa adornada con pinturas que contenían plomo, lo que le
estaba envenenado. Agradecido por su pronta recuperación, Mansur le abrió las
puertas de su biblioteca, donde el joven galeno encontró una nueva y poderosa
fuente para saciar su sed de
conocimiento.
Las ilustraciones muestran a Avicena con un aspecto
imponente. En un relato le retrataban así: “Solía sentarse muy cerca del emir,
cuyo rostro brillaba de placer al observar maravillado su buena apariencia e
inteligencia. Y cuando hablaba, todos los presentes escuchaban atentamente, sin
decir una palabra”. Durante año y medio se dedicó al estudio con ahínco. Su
memoria era prodigiosa. “En ese tiempo no dormí una sola noche entera y durante
el día no me ocupaba otra cosa que dominar las ciencias […]. Así llegué a ser
maestro en lógica, física y matemáticas”, escribió Avicena en su biografía.
Cuando se incendió la biblioteca de Bujará, la gente se consoló diciendo: “El
santuario de la sabiduría no ha desaparecido, se ha trasladado al cerebro de Ibn Sina”. Tras la
muerte de su padre, el joven galeno se mudó a Gurgandj –actual Urgench–, donde
el emir Ali ibn Mamun había reunido en su corte a una pléyade de sabios, entre
ellos el matemático y filósofo Al-Biruni, con quien Avicena mantuvo una fructuosa
relación epistolar. Con veinte años, leyó la Metafísica de Aristóteles. Y de
ella dice lo siguiente en su biografía: “Sus
intenciones eran oscuras para
mí”. Ajeno al desaliento, leyó cuarenta veces el libro hasta que logró
memorizarlo, aunque su esencia se le resistía. Un día que paseaba por el bazar
de los libreros compró uno titulado Comentarios sobre metafísica, de Abu-Nasr
al-Farabi. “Volví a mi morada y me apresuré a leerlo. En el acto se me
revelaron los propósitos que perseguía Aristóteles en su obra, puesto que la
conocía de memoria”.
En aquellos años, Gurgandj era un importante centro cultural
y comercial, en cuyo bazar deslumbraban los rubíes de Yemen, las esmeraldas de
Egipto, las turquesas de Nishapur, al noreste del actual Irán, o las perlas del
golfo Pérsico. En los tenderetes de la medina se exhibían corales africanos, la
seda que provenía del Turquestán y China, el oro de Sudán, los preciados
esturiones del lago Van –en la actual Turquía– y el excelente vino persa, que
tanto disfrutó Avicena. Tras nueve años en Gurgandj, el médico abandonó la
ciudad coincidiendo con la invasión de la región y de un buen número de
territorios persas por el emir turco Mahmud. Avicena se refugió en Gorgan,
localidad situada al sureste del mar Caspio donde conoció a Abu Obeid
el-Juzjani, quien iba a ser durante un cuarto de siglo su más fiel discípulo.
Por entonces el galeno, que tenía 32 años, empezó a escribir su obra maestra,
Canon de medicina, que fue traducida al latín por Gerardo de Cremona un siglo
después de publicarse, lo que facilitó su difusión en Europa.
En sus cinco volúmenes, el genial persa compiló de forma
ordenada los conocimientos médicos y farmacéuticos de su época. La obra fue
impresa más de treinta veces entre los años 1400 y 1600, lo que da idea de la
trascendencia que Tuvo para varias
generaciones de doctores en el mundo musulmán y también en Europa. Avicena fue
el precursor de la traqueotomía y el primero que detalló correctamente la
anatomía del ojo humano y que explicó con precisión el sistema de los
ventrículos y de las válvulas del corazón. “También describió la viruela y el
sarampión, enfermedades que no conocían los médicos de la Grecia antigua, e
hizo un análisis de la diabetes que no difiere prácticamente del que hiciera el
especialista inglés Tomas Willis ocho siglos más tarde”, afirma Muhamed S. Asimov, que fue presidente de la
Academia de Ciencias de Tayikistán. El autor del Canon salió de Gurgan con su
discípulo para dirigirse a la ciudad de Raiy, donde ofreció sus servicios a
quienes lo solicitaban, fueran ricos o pobres
sin recursos. En aquella época, Avicena dictó a El-Juzjani cuatro obras:
Los remedios para el corazón, Compendio sobre que el ángulo formado por la
tangente no tiene cantidad, La epístola del médico y Las cuestiones generales
de la astronomía. Pronto fue llamado por la reina Sayyeda para que se ocupase
de la enfermedad que amenazaba la vida de su hijo, Majd al-Dawla.
1 comentario:
Muy interesante, muchas gracias.
Solo una pequeña sugerencia el icono para apagar la música ponerlo mas arriba me costo encontrarlo y me distraía al leer.
Hechi
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